Todo empezó tres semanas antes, con un match de Tinder que parecía demasiado bueno para ser real. De esos que no suelen pasar: conversaciones que duraban horas, memes que solo nosotros entendíamos, y esa sensación de “¿será posible que exista alguien así?”. Después de días intercambiando mensajes cada vez más largos, por fin lo propuso: “¿Quedamos el viernes?”.
Llegué diez minutos tarde (estrategia clásica) con un vestido que me había probado cuatro veces y tacones que juraban venganza. Él ya estaba ahí, con esa sonrisa medio torcida que en persona tenía otro efecto. Las dos primeras cervezas fueron pura química: risas constantes, roces “accidentales”, miradas que duraban un segundo más de lo normal.
A mitad de la tercera cerveza me lanzó la pregunta: “¿Te apetece que sigamos esto en otro sitio?”. Diez minutos después estábamos buscando “hoteles cerca” como dos adolescentes, riéndonos de lo absurdo y emocionante de la situación.
El hotel era de esos del centro con aire boutique: luces tenues, paredes de ladrillo visto, y una cama enorme. Lo que vino después fue intenso, de esos momentos en los que el tiempo se difumina. Caímos rendidos pasadas las tres de la madrugada, con esa mezcla de satisfacción y certeza de que había merecido la pena.
Me desperté a las siete con la luz colándose por las cortinas. Y entonces lo sentí: ese escozor inconfundible que cualquier mujer con experiencia en cistitis reconoce al instante. “No, por favor, ahora no”. Fui al baño —primer error— y ahí estaba: la quemazón, las ganas constantes, esa sensación de vejiga en llamas.
Volví a la cama intentando disimular, pero mi cuerpo tenía otros planes. Cada dos minutos necesitaba ir al baño, y cada vez era como hacer pis con cuchillas. Él se despertó poco después, con energía mañanera y ganas de “continuar donde lo dejamos”. Se acercó, me besó el cuello… y yo le dije: “Necesito irme. Ya. Ahora”.
Su cara de confusión fue un poema. Intenté explicarle sin entrar en detalles (“Es una cosa de chicas, tengo que ir al médico YA”), mientras recogía mi ropa del suelo a velocidad luz. Ni desayuno, ni beso romántico: salí como alma que lleva el diablo, descalza con los tacones en la mano, llamando a un taxi mientras caminaba tambaleándome por el centro a las ocho de la mañana de un sábado.
Llegué a urgencias con pintas de haber dormido con la ropa puesta y ese look de “walk of shame” elevado a categoría artística. La enfermera de triaje ni siquiera me dejó terminar: “¿Cistitis postcoital?”. “Sí”, respondí derrotada. “Habitación tres, ya sabes el protocolo”.
Tres horas de espera, análisis de orina, y una receta de antibióticos después, salí con mis planes de terrazas completamente arruinados. Mis amigas me esperaban con cañas y tortilla; yo llegué con una bolsa de farmacia y ganas de meterme en la cama.
Lo más surrealista fue su mensaje mientras hacía cola en la farmacia: “Oye, ¿estás bien? Te fuiste tan rápido…”. Le contesté con la verdad cruda: “Cistitis. Es lo que tiene la vida”. Su respuesta: “Vaya…, ¿puedo hacer algo?”.
Pasé el fin de semana en pijama, tomando litros de agua, corriendo al baño cada quince minutos. Cuando empecé a contarlo, todas mis amigas confesaron sus propias historias de terror: la que inventó una emergencia familiar, la que aguantó una boda a base de ibuprofenos, la que se quedó tres días en cama del chico porque no podía moverse. Es como si la cistitis postcoital fuera el club secreto que nadie menciona hasta que alguien rompe el hielo.
¿Y él? Nunca volvimos a quedar. No hubo ghosting: simplemente la conversación se apagó. Supongo que empezar con “hola” y terminar con “estoy meando fuego” no es la base de una gran historia de amor.
Pero oye, al menos me quedó la anécdota. Pocas primeras citas acaban en urgencias a las ocho de la mañana. La mía sí. Y te da material para recordar con amigas durante años. 😉
“Anónimo”

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